En 1971, una familia peruana cruzó las fronteras del tiempo y la distancia con una maleta cargada de sueños. Dejaban atrás el Perú con la esperanza de encontrar en Estados Unidos una vida mejor. Entre ellos, Rosa Escobar y Salomón Jaime, que años más tarde serían los protagonistas de una historia que se contaría no solo en las mesas de California, sino también en la memoria de la comunidad peruana en los Estados Unidos.
En 1987, en la ciudad de Lawndale, California, levantaron las puertas de un modesto restaurante al que llamaron El Pollo Inka. Pero no era solo un negocio, era un pedazo de Perú servido en platos de barro y acompañado del humo inconfundible del pollo a la brasa. El secreto estaba en las recetas caseras que viajaron con ellos desde su natal Huánuco: el adobo justo, el carbón ardiente, el ají convertido en esencia.

Aquel pequeño local pronto se convirtió en refugio de familias enteras que buscaban reconocerse en sabores conocidos. Y con el tiempo, el Pollo Inka dejó de ser solo un rincón de nostalgia para transformarse en un imperio de la sazón. De Lawndale saltó a Gardena, Torrance, Hermosa Beach y Rolling Hills. Los hermanos Escobar Atoche —Rosa, Víctor, Juan, Lucho, Antonio, Shirley, Eli y Graciela— se hicieron cargo de mantener la esencia intacta, mientras las nuevas generaciones de la familia emprendían sus propios caminos, siempre con el aroma del pollo peruano como estandarte.
Pero en estas mesas no solo se sirve pollo. El menú creció, como crece la familia, y trajo consigo el lomo saltado, el ají de gallina, el ceviche, los tallarines saltados y todas las delicias peruanas que se puedan imaginar. Cada platillo es una historia dentro de otra historia. Hay lugar para la autenticidad, pero también para la adaptación: recetas que respetan el corazón peruano y dialogan con el paladar californiano.
El Pollo Inka fue más allá de la cocina. Representa un punto de encuentro donde la cultura se preserva, donde suena la música criolla, se celebran las fiestas patrias y se construyen recuerdos de cumpleaños y reuniones familiares. El restaurante se convirtió en un embajador cultural, un puente entre dos tierras que parecen lejanas, pero que se encuentran en cada mesa.
La fusión de sabores —peruanos, españoles, africanos, chinos e italianos— fue el secreto de su éxito, y su icónica salsa de ají verde terminó por convertirse en un sello de identidad. Un bocado de pollo a la brasa acompañado de esa salsa basta para sentir que la distancia entre Lima y Los Ángeles se acorta.
El tiempo no detuvo la marcha del imperio. Llegó la modernización y con ella los servicios de catering, pedidos en línea y las redes sociales. Los locales se volvieron más estilizados, sin dejar de ser acogedores. Porque la esencia nunca estuvo en la decoración, sino en esa mezcla única de unión familiar y pasión por la sazón peruana.
Hoy, El Pollo Inka es mucho más que un restaurante. Es la prueba viva de que el esfuerzo, la tradición y el orgullo, pueden conquistar tierras lejanas. Es un lugar donde la gastronomía peruana no solo se come, se celebra. Y cada vez que una familia brinda alrededor de una mesa en California, se confirma que aquel sueño que comenzaron Rosa y Salomón en 1971, sigue escribiéndose en cada plato.