El reciente viaje de la selección peruana de fútbol a Rusia me hizo revivir los momentos que experimenté allí durante el Mundial de 2018. La Blanquirroja jugó ayer por primera vez en la sorprendente y bella ciudad portuaria de San Petersburgo, urbe que recuerdo haber recorrido, tanto por sus calles como a orillas del río Neva.
A San Petersburgo se le conoce como la “Venecia del Norte” por su red de canales que atraviesan la ciudad y la transforman en un lugar idílico. Es también uno de los destinos preferidos por las parejas que buscan una luna de miel inolvidable. Su riqueza cultural la hace comparable con París, aunque me atrevo a decir que es incluso más hermosa que Moscú.
Los partidos de la selección peruana durante el Mundial de 2018 se disputaron en Saransk, Ekaterimburgo y Sochi. Estuve presente en cada una de esas ciudades, pero no podía marcharme del país de Putin sin conocer San Petersburgo. Así que tomé la decisión y abordé un avión en el aeropuerto de Domodédovo, en Moscú. Una hora y media después, ya me encontraba en uno de los lugares más encantadores y espléndidos que he tenido la oportunidad de descubrir.
Considero que es la ciudad rusa más “europeizante” por su marcada influencia occidental. Miles de turistas llegan cada día a San Petersburgo, lo que la convierte en una puerta de entrada para conocer el inmenso territorio ruso. Al mismo tiempo, representa para los propios rusos una vía de acceso simbólica a Europa.
Elegí hospedarme cerca de la icónica Plaza del Palacio, a pocos metros del magnífico Museo del Hermitage, a donde ingresé y no podía creer lo que veía: las pinturas eran simplemente extraordinarias pero esa es otra historia.
Me encontraba en el corazón de San Petersburgo, una ciudad que siglos atrás fue la capital del imperio y que fue fundada en 1703 por el zar Pedro el Grande. Recorrer la ciudad me permitió apreciar en detalle la majestuosa arquitectura de sus viviendas y monumentales edificios de estilo barroco y neoclásico, muchos de ellos declarados Patrimonio de la Humanidad.
Entre sus joyas arquitectónicas destacan el Palacio de Invierno, el Palacio de Mármol y, por supuesto, el imponente Hermitage. Una experiencia peculiar que aún perdura en mi memoria son las llamadas Noches Blancas, cuando la luz del día se extiende durante toda la noche. El sol permanecía suspendido en el cielo, negándose a ocultarse. Era de madrugada, pero todo parecía de día. Este fenómeno atmosférico ocurre durante el verano, entre mayo y julio, en esta parte del mundo.
Recuerdo que, durante los días que permanecí en la ciudad, dormí muy pocas horas. Las cortinas de la habitación donde descansaba no lograban detener la claridad que se filtraba con insistencia, y, por más que me cubría la cabeza con la almohada, no conseguía conciliar el sueño. Fue un pequeño martirio, pero así es la vida del viajero. Nos vemos.




