En la naturaleza, cada especie ocupa un lugar que sostiene el equilibrio del conjunto. Cuando los humanos nos desconectamos de ese orden, lo resienten el ambiente y también nuestra salud. En un escenario de enfermedades crónicas crecientes, vale la pena reevaluar cómo comemos y cómo vivimos. Nuestro cuerpo da pistas.
La dentadura humana, con predominio de molares y premolares para moler granos, legumbres, semillas y frutos secos, incisivos para cortar vegetales y frutas, y caninos para desgarrar, sugiere un patrón flexible pero orientador: una base amplia de alimentos vegetales integrales y una participación posiblemente menor de proteína animal.
A lo largo de la historia, los climas extremos moldearon matices: más proteína animal en regiones árticas, más legumbres y vegetales en zonas tropicales. Esto confirma que la adaptación depende del entorno. Llevado al plato cotidiano, se traduce en priorizar cereales integrales como quinua, arroz integral y kiwicha, legumbres bien elaboradas, verduras de todos los colores, frutas enteras, semillas y frutos secos.
Importa tanto el qué como el cómo: elegir productos locales y de temporada cuando sea posible, cocinar con técnicas simples que preserven nutrientes, remojar y fermentar para mejorar digestibilidad, hidratarse a lo largo del día y masticar con calma para permitir que la saciedad aparezca.
Este modo de comer sostiene una microbiota diversa, estabiliza la glucosa y reduce la inflamación de bajo grado, con beneficios que se sienten en energía, sueño, concentración y estado de ánimo. No exige perfección, sino coherencia: decisiones pequeñas, repetidas, que vuelven a poner al cuerpo en el ecosistema al que pertenece.
TE PUEDE INTERESAR:
La columna de Pérez Albela: Alivio para la artrosis
La columna de Pérez Albela: Señales de miomas uterinos que conviene atender pronto
La columna de Pérez Albela: Hojas de cacao, el secreto ancestral sanador




